top of page

Entre la mariposa y el elefante

Rogelio Salmona

10 de diciembre de 2003

Discurso de Rogelio Salmona al aceptar la Medalla Alvar Aalto durante el Noveno Simposio Alvar Aalto.

Entre la sólida reciedumbre de la pirámide mesoamericana y el inasible fluir del río de Heráclito, podríamos ubicar, hoy por hoy, los problemas fundamentales de la arquitectura. O si queremos sopesarla desde un contexto menos simbólico, podríamos hablar de la ‘mariposa’ y el ‘elefante’. O si finalmente nos decidimos por abandonar las metáforas y poner los pies en la tierra -origen de toda arquitectura- tendríamos que hablar de una arquitectura efímera y otra permanente.


Entre la ‘mariposa’ y el ‘elefante’, entre la ‘pirámide’ y el ‘río’, entre lo efímero y lo permanente podría ser resumido el itinerario de una experiencia arquitectónica en Colombia. En efecto, lo efímero, lo volátil o espontáneo, hasta la situación más insólita e inesperada, trágica o maravillosa, cargada de sortilegios, sucede al mismo tiempo. Vivimos en medio de tragedias permanentes, pero también acompañados de la alegría de vivir. Ni siquiera en sus peores momentos Colombia ha perdido la capacidad de cantar, bailar, escribir, pintar y construir. No ha perdido esa fortaleza. No ha perdido ese entusiasmo. Basta recurrir a las numerosas obras de pintores, escultores, arquitectos, escritores, músicos y poetas que han sabido dar respuesta a las necesidades y deseos de una sociedad durante tanto tiempo abandonada y víctima de la incomprensión y la injuria.


La arquitectura -una de las más claras manifestaciones de la reconciliación entre la materia y el espíritu (en caso de que ‘materia’ y ‘espíritu’ sean cosas distintas)- es un ejemplo de perseverancia y madurez que demuestra en la mayoría de sus obras -anónimas muchas de ellas- la posibilidad de crear imaginarios para transformar la vida.


El canto a la vida es permanente porque se sabe que la vida es fugaz y la muerte imprevisible. Se vive sin memoria pero es inevitable recordar. Se quiere tener identidad pero no se trabaja para conseguirla. La identidad se construye todos los días. Las ciudades desaparecen, se modifican, se metamorfosean. Todo puede cambiar en un instante, menos la pobreza, que permanece vergonzosamente.


Las ciudades están en constante transformación. Se construyen sobre su propia ruina. Se edifican y se destruyen como en un juego excitante aunque inconsciente. He vivido en una ciudad que pasó de 380 mil habitantes a 6 millones en menos de 50 años. La ciudad colombiana se ha transformado, modificado, construido y destruido varias veces en un tiempo muy corto y esto ha permitido que se ensaye con ella y se hagan experimentos que han fracasado en otras partes. Ha aceptado soluciones innecesarias por inconsciencia, por inocencia o tal vez por generosidad. «¿Y por qué no?» quizás sea la pregunta que nos hacemos ante cualquier propuesta que viene de fuera. La historia ha sido fugaz, olvidada, a veces considerada innecesaria. Se ha conservado poco a pesar de tener poco qué conservar.


La vida cotidiana, para la mayoría de la población, es difícil. No hay tiempo para el aburrimiento, tampoco para el ocio. Todos los días hay que inventar, ingeniarse algo, lo que sea, para sobrevivir. Niños y adultos, sobre todo los niños, enfrentan la dureza de la vida con una sonrisa dolorosa…pero sonrisa al fin y al cabo.


En medio de esta situación hacemos el oficio más útil y más humano de las artes: la arquitectura. Venciendo prejuicios, influencias culturales, técnicas desconocidas y obsoletas, pero al mismo tiempo usando el ingenio y un conocimiento transmitido por una tradición que persiste en mantenerse viva aunque en muchos casos no responde ya a las necesidades reales.


En un país pobre (no me gusta usar términos como ‘subdesarrollo’) pero con una hermosa y diversa geografía y una gran calidad y calidez humana, la arquitectura tiene que encontrar soluciones para cada región y ser capaz de establecer una simbiosis entre necesidades existenciales, culturales, geográficas e históricas. Soluciones difíciles de poner en práctica con sabiduría, belleza y solidez, pero de primera e impostergable necesidad para aligerar el trauma de problemas mayores como la guerra, el hambre, la salud o cualquiera otra incomprendida e incomprensible manifestación de la miseria.


En Colombia y en Latinoamérica nada debe ser deliberadamente efímero, inestable, ligero. Es necesario pensar en la perdurabilidad, en el futuro, en los niños de hoy y hombres de mañana. Estamos urgidos de nuevas propuestas estéticas, espirituales, funcionales. Como lo profetizaba Albert Camus: «Os pueden maldecir por poder hacer tanto y haber hecho tan poco».


Nuestros problemas son tan grandes como nuestras responsabilidades. En ese sentido, la ética debe ser absoluta. No tenemos derecho a dilapidar esfuerzos ni ideas en obras de inspiraciones fugaces. No tenemos derecho a destruir paisajes hermosos, deteriorar ciudades frágiles que no han tenido el tiempo de consolidarse y menos de singularizarse. La presión del capital y del mundo industrializado, con sus indudables beneficios, solo pueden ser matizados, digeridos y transformados para nuestro bien.


Esta es, en pocas palabras, nuestra situación. Dentro de ella intentamos hacer una arquitectura embebida de esperanzas y posibilidades. Una arquitectura que se resiste a ser instrumento del cinismo, la especulación y la ‘feúra’. Queremos que la ciudad y la arquitectura sean un patrimonio, una creación al servicio de la comunidad, una ética para el futuro, una solución para el presente con obras llenas de emoción, diversidad y de una variada y emocionada permanencia.


Hacer arquitectura en Latinoamérica hoy, además de un acto cultural y estético, es un acto político. Toda acción transformadora de la espacialidad en función del bienestar, la participación ciudadana y de apropiación de propuestas para el encuentro y la acción -ya sea esta de protesta o de apoyo a las ideas democráticas- son necesarias e indispensables y la arquitectura no puede ni debe estar ausente de este escenario. Es ella, al fin y al cabo, la transformadora del espacio público y la que con más vehemencia debe hacerle resistencia al abuso y al desaforado interés de la especulación urbana.


Hacer arquitectura en Colombia implica buscar -y ojalá encontrar- la confluencia entre geografía e historia. No puede ser de otra forma. De la historia, por muy incipiente que sea, queda siempre una lección para conocer, interpretar y mantener una memoria sobre lo que ya se hizo y perdura. De la geografía -en estas regiones majestuosas e indómitas- quedan no sólo enseñanzas sino motivaciones que permiten enriquecer la espacialidad:


¿Cómo al hacer un proyecto arquitectónico no se tiene en cuenta la belleza del sitio, la magnificencia de su luminosidad, la variedad de su vegetación, las formas naturales y sus materiales? ¿Cómo no permitir la simbiosis arquitectura-paisaje, siluetas-transparencias, materiales pétreos y acuosos, la lluvia y el sol, y poner en evidencia los colores, los cambios de luz? ¿Cómo olvidar lo urbano y sus años de elaboración, las transformaciones que toda ciudad ha tenido y su delicado tejido maltratado en muchos de los casos por desidia o por ignorancia y que toda nueva arquitectura debe recuperar y exaltar?


En Latinoamérica -y aquí me salgo de los límites de Colombia- no podemos hacer arquitecturas construidas a priori, a partir de su propio eco. Arquitecturas que sólo engendran aburrimiento porque se han guiado por una inspiración momentánea y que ha desaparecido con el instante que las inspiró. Tampoco es cuestión de un simple montaje de elementos prefabricados que no saben ni siquiera envejecer.


No tenemos industrias avanzadas y no podemos depender exclusivamente del mundo industrializado. Nuestro propósito es entonces replantear las premisas del Movimiento Moderno en América Latina, teniendo en cuenta las condiciones locales, geográficas, históricas y técnicas, así como dotar nuestra conciencia de memoria. De no ser así, esta quedaría abolida sin cesar y dejaría de existir. Parte de nuestros intelectuales y sobre todo de nuestros arquitectos, de tanto mirar a lo lejos no han mirado de cerca y han ido perdiendo la memoria y sus referencias. Pero nuestra tentativa debe ir más allá del replanteamiento del movimiento moderno. Debemos hacer un esfuerzo enorme por crear, tejer y elaborar un espacio, no sólo para retener el tiempo sino para volverlo sensible y sentir su transcurrir.


El ser humano sólo tiene su vida. El tiempo de su vida. No la goza cuando desperdicia el tiempo y lo desperdicia cuando para habitar -que es nuestra razón de ser- se le ofrecen espacios injuriosos. Es posible que aunque no sea consciente de ese desperdicio, no deje sin embargo de perder su tiempo y perderse él mismo. Se debe proponer lo contrario: Espacios que permitan que el tiempo transcurra, lo cual es una manera ética de contrarrestar, de oponerse a esa noción absurda pero tan anclada en nuestra época, de que el tiempo se pierde.


Entre tantas incertidumbres, yo tengo la certeza de que la arquitectura debe volver presente el tiempo por sus cualidades sensibles: ritmo, movimiento, silencio, variaciones, sorpresa; pero también por sus virtudes propias: acontecimientos, nostalgias, promesas, utopías y memoria. La arquitectura está llamada a volverse una bella ruina porque supo emocionar y permanecer, porque fue capaz de confiarse al tiempo y de transformarse y vivir su tiempo. La arquitectura es un arte del espacio y del tiempo porque permite que se infiltren y palpiten los sentidos, percibiendo su transcurrir. Así como la música se da a conocer poco a poco con la razón y con el sueño. Es un continuo errar, siempre sorpresivo, siempre efímero. Y cuando pudo ir más allá del hecho constructivo, lo hizo porque supo emocionar y confiarse a su tiempo, ser su cómplice sutil y constante.


La gente no tiene por qué ser consciente de lo limitado de su vida, de la inestabilidad política o económica, de la problemática mundial. De hecho, pocas personas son conscientes de esas situaciones cambiantes e inmediatas. Quien hace o propone un hábitat tiene una responsabilidad que va más allá de la inmediatez del oficio. Y hay que demostrarlo con hechos que contengan un valor cultural, ético y estético. Puede que lo logre, puede que no, pero ese es el marco material en el cual se está haciendo una propuesta y esto se debe hacer bien.


En medio de esta situación, ¿qué he hecho yo? Primero, aceptar y ser agradecido con las influencias. Mi obra le debe, por supuesto, a Le Corbusier, con quien trabajé por años, y del cual soy discípulo, pero también a Frank Lloyd Wright, a Hans Scharoun y a Alvar Aalto en particular y sobre todo a la historia de la arquitectura occidental, incluyendo la islámica y la prehispánica de América.


A partir de estas deudas e influencias que han estimulado en mí constantes búsquedas y -ojalá así sea- han desembocado en algunos hallazgos, he tratado de hacer una arquitectura que responda a las enseñanzas de los maestros y a mis propias experiencias, que siempre han intentado ser coherentes con las circunstancias, el lugar y las necesidades que conozco.


Entre la sólida reciedumbre de la pirámide mesoamericana y el inasible fluir del río de Heráclito, entre la mariposa y el «elefante», entre lo permanente y lo efímero, hay una correspondencia que no podemos ignorar pues sería sacrificar la enorme importancia de la diversidad. Lo efímero y permanente no son compartimentos estancos. Nuevamente evoco una de mis influencias. En la arquitectura prehispánica una vez iniciada la construcción de la pirámide, se abría un ciclo de 52 años de duración. Al final de este, se iniciaba otro igual y sobre la pirámide inicial se sobreponía otra que duraría a su vez otros 52 años y así sucesivamente. Lo permanente es efímero y lo efímero se vuelve de nuevo permanente. Se trata de un constante extraer, como decía Baudelaire, "lo eterno de lo transitorio".


Tenemos que descubrir el lado poético de lo efímero, así como la física necesidad de lo permanente y su poética. Es importante tener en cuenta ambos aspectos. No todo es permanente y estático, así como no todo es voluble y efímero. Lo uno contiene lo otro y esa es la paradoja que debemos recuperar.


Es como un enjambre de mariposas. Cada una es efímera pero el conjunto de ellas es permanente, pues cada año regresa, se reproduce y cada año desaparece y se vuelve a reproducir. Al orden de este ciclo de este juego de reciprocidades pertenece la historia de toda arquitectura.

bottom of page